La antinomia que separa a las dos Américas, alcanza dimensión planetaria en la pugna Norte-Sur. Entre el hemisferio de los productores primarios y el de los artífices de manufacturas, continúa vigente “la carrera de Indias”. No es ya solamente Sevilla sino cien los puertos de destino. Demora días y no meses la travesía de los barcos. El oro y la plata, disminuido un tanto su mágico prestigio, cambian de lugar menos ostensiblemente o cambian de nombre sin necesidad de desplazarse entre bóvedas de Bancos. Son las naciones del Norte las que regulan e imponen los términos del intercambio. El hemisferio austral (complejos latinoamericano y afro-asiático), teñido durante siglos en los mapas con los colores europeos, tiene que entregar cada vez más azúcar, más algodón, más cobre, para comprar un tractor. A fin de equilibrar el notorio y desquiciante deterioro de los precios, los países de desarrollo incipiente reciben de los industrializados préstamos compensatorios. Los criterios para otorgarlos no varían: proximidad geográfica, esfera de influencia, economía complementaria, obsecuencia. Apenas pesa en las entidades rectoras la idea de un nuevo ordenamiento diseñado para establecer un comercio internacional equitativo.
Las dos naciones que por ahora ocupan el primer plano en el mundo, aunque diametralmente opuestas en lo que atañe a ideologías, frecuentemente coinciden por intereses comunes, en actitudes similares e idénticos comportamientos. Proceden a veces a manera de agencias internacionales para el fomento de la subversión y el subdesarrollo. Calificar a los personeros de esas naciones de Shyloks, implicaría usar una hipérbole para dramatizar. Pero no cabe duda que tienen la psicología de los jugadores de póker. Su objetivo es llevarse todas las fichas de la mesa. Cuando ofician de paladines de los derechos humanos, nadie deja de percibir el “bluff”.
Las naciones de bajo nivel de desarrollo, son altivas. No aceptan dádivas. Que lo entiendan bien yanquis y soviéticos: se trata de reestructurar, no de condonar la deuda... La problemática no reside tanto en las mismas materias primas cuanto en la capacidad de los hombres para defenderlas y para transformarlas. Nuestro pasado es aleccionador. Perdemos el salitre porque es desoída la profética admonición de Castilla. Perdemos el guano porque en nuestro “affaire Dreyffus” falta el vibrante “Yo acuso” de un Zolá. Estamos a punto de perder la harina de pescado, sabe Dios por qué. Tal vez por el desaliento de los oceanógrafos al constatar que aún seguimos premiando, por partida triple, a los poetas.
La receta es producir más. Principalmente, alimentos. Incrementar acelerada y geo-métricamente las exportaciones no tradicionales. Poner iniciativa, técnica (importada o autóctona), imaginación, ingenio, con el fin de alcanzar el máximo posible de valores agregados. Exportemos desde bolicheras hasta toritos de Pucará.
Es factible superar la crisis. A base de nervio, de garra, de indesmayable espíritu de empresa. Se trata de encender la mecha de este pueblo que fue grande. De este pueblo que sufre y espera. Espera recibir el fuego sagrado de hombres osados, limpios, “gigantes del esfuerzo y del trabajo”... Los reconocerá porque llevan marcados en la frente los surcos que deja el dolor de una genuina y honda convivencia humana. Hombres capaces de convertirse en titanes para devolverle al Perú su perdida y legítima grandeza. Capaces hasta de mover los Andes y cambiar el curso de las dos corrientes. Pero capaces también de llorar cuando piensan y sienten, en los tuétanos del alma, que cada diez minutos muere un niño de inanición en esta bendita pero compleja tierra nuestra.
El Comercio, 19 de marzo de 1978
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