Gracias a una prosa tersa, limpia, fluida, preñada de imágenes y giros de encantamiento, Vargas Llosa nos hacer recorrer, “en jornadas de sol a sol”, el inmenso y sinuoso sertón bahiano, con el definido propósito de “empujar espejismos”.
Igual que Sarmiento cuando describe magistralmente la pampa y sus personajes: el gaucho malo, el cantor, el rastreador y el baqueano, Vargas Llosa da vida, con el mismo barro americano, a una singularísima corte de milagros y la convoca a una tierra reseca y luminosa al interior de Bahía. Inserta en nuestra patria grande que va de Río Grande a Magallanes –el sub-continente de la insurgencia–, allí pasan hambres inmemoriales y reclaman caudillos los desheredados de la tierra, que sin importarles mayormente siguen a santones como el Consejero o a bandoleros como Facundo.
En “La guerra del fin del mundo”, hay un personaje femenino que nos subyuga: Jurema. Es mujer del rastreador. Luego, del anarquista (uno de los caracteres mejor logrados). Por último, del periodista desgarbado y miope que parece estar pero no está en la luna. Aparte de llevar el nombre de una flor, no posee Jurema atractivo visible. ¿Cuál es su gancho? Vargas Llosa nos responde: “Olor a mujer”.
Otra notable pluma americana, con menos galas y menguados bríos, pertenece a Ernesto Sábato, oriundo de esta tierra bendita donde nace el santo de la espada. Se trata de un novelista frío, cerebral. El científico que fue se deleita en tratar de descubrir los móviles del comportamiento humano a través de tanteos psicológicos. Más que pluma, se diría que maneja un escalpelo. Vivisecciona las almas. Sus personajes son conejillos de Indias, introvertidos, decadentes, psicópatas. Desconoce el secreto de Vargas Llosa que le permite tomar los atajos que conducen directamente al corazón. Uno de los personajes de “Sobre héroes y tumbas” no tiene corazón. En la historia de las malformaciones, jamás se produjo semejante aberración genética. Llega a asociar en una palabra compuesta el vocablo más sublime y el más sucio: “madre-cloaca”. Así nombra a su propia madre.
Todos, cada día, con Baudelaire, bajamos hacia el infierno un escalón.
Pero a veces, raras veces, hacemos un alto y nos encaramamos con uñas y dientes hasta la buena acción. ¿Por qué?... Es porque hemos escuchado el eco de su latido.
Igual que Sarmiento cuando describe magistralmente la pampa y sus personajes: el gaucho malo, el cantor, el rastreador y el baqueano, Vargas Llosa da vida, con el mismo barro americano, a una singularísima corte de milagros y la convoca a una tierra reseca y luminosa al interior de Bahía. Inserta en nuestra patria grande que va de Río Grande a Magallanes –el sub-continente de la insurgencia–, allí pasan hambres inmemoriales y reclaman caudillos los desheredados de la tierra, que sin importarles mayormente siguen a santones como el Consejero o a bandoleros como Facundo.
En “La guerra del fin del mundo”, hay un personaje femenino que nos subyuga: Jurema. Es mujer del rastreador. Luego, del anarquista (uno de los caracteres mejor logrados). Por último, del periodista desgarbado y miope que parece estar pero no está en la luna. Aparte de llevar el nombre de una flor, no posee Jurema atractivo visible. ¿Cuál es su gancho? Vargas Llosa nos responde: “Olor a mujer”.
Otra notable pluma americana, con menos galas y menguados bríos, pertenece a Ernesto Sábato, oriundo de esta tierra bendita donde nace el santo de la espada. Se trata de un novelista frío, cerebral. El científico que fue se deleita en tratar de descubrir los móviles del comportamiento humano a través de tanteos psicológicos. Más que pluma, se diría que maneja un escalpelo. Vivisecciona las almas. Sus personajes son conejillos de Indias, introvertidos, decadentes, psicópatas. Desconoce el secreto de Vargas Llosa que le permite tomar los atajos que conducen directamente al corazón. Uno de los personajes de “Sobre héroes y tumbas” no tiene corazón. En la historia de las malformaciones, jamás se produjo semejante aberración genética. Llega a asociar en una palabra compuesta el vocablo más sublime y el más sucio: “madre-cloaca”. Así nombra a su propia madre.
Todos, cada día, con Baudelaire, bajamos hacia el infierno un escalón.
Pero a veces, raras veces, hacemos un alto y nos encaramamos con uñas y dientes hasta la buena acción. ¿Por qué?... Es porque hemos escuchado el eco de su latido.
El Observador, 29 de noviembre de 1981
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