La ciudad desencantada


Nadie puede dejar de querer que Lima recupere su casi extinguida belleza. Aún quedan vestigios: el milagro plástico de San Francisco. La Alameda y el Paseo de Aguas que, encomiablemente, la Backus restaura. Esa joya, mal engastada, que es la portada de piedra de San Agustín. No todos los balcones han caído bajo el peso de la incuria y están de pie, aunque rengueando, una que otra casona republicana. Más recientes, el Parque de la Reserva y la avenida muy larga que pierde el nombre de ese gran urbanista que recupera Tacna sin disparar un solo tiro.


Ciertamente todos queremos que Lima sea nuevamente bella. Pero no a cambio de festinar prioridades. Más importa, mucho más por nuestra propia salud y por decoro, que Lima sea limpia.


Frente a una inminente peste bubónica, un alcalde afirmaba otrora que en nuestra ciudad, por efecto del clima relajante, hasta los microbios vienen a menos... Ojalá fuera el humor inmunizante. Porque aunque no mataren, la mugre y la hediondez a más de repugnar, preocupan. Nos pueden retrotraer a las tenebrosas edades de las plagas.


Dada la frecuencia con que las huelgas convierten Lima en un gigantesco muladar, no nos queda otro camino que ofrecernos como voluntarios para sustituir a los servidores de la Baja Policía. A ellos, a diferencia de los médicos cuya irresponsabilidad es cien veces mayor, se les puede reemplazar. Conducir un camión recolector de basura no es obra de romanos.


Antaño, las mujeres recibían piropos en el Jirón de la Unión y los lucían como se luce un prendedor... Hace pocos días una señora encuentra oculta entre los desperdicios, la bomba que la hace pedazos.


El Observador, 15 de noviembre de 1981

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