Sus trabajos literarios, que fueron numerosísimos, los hacía siempre con entusiasmo, con optimismo. Tenía fe en el éxito porque ponía en ellos toda su alma, todo su ardor. Aunque a veces dejaba ver en sus obras el lado impuro, era porque en realidad la vida tiene esos abismos morales, y no hacían sino resaltar la parte bella y noble que era siempre la que predominaba. Confiaba en el éxito de sus obras porque era noble y bondadoso por naturaleza; y aunque conocía la pobreza del alma humana, por un instante se olvidaba y los juzgaba a través de sí mismo; entonces, cuando tenía algún fracaso, sufría realmente porque le entristecía reconocer la mezquindad de algunos. Sin embargo, su confianza la daba siempre, aún a riesgo del desengaño.
Era amable y atento con todo el mundo, especialmente con los seres inferiores -que para él no eran inferiores- pues todos éramos semejantes y padecíamos las mismas miserias humanas.
Su cordialidad y amabilidad le conquistaron la simpatía y el afecto de todos. Hacía amigos por doquier... Era generoso con sus consejos, con sus conocimientos, con su sonrisa...
Había algo en lo que mi padre no transigía nunca: ¡la maledicencia! Jamás le oí hablar mal de nadie y menos juzgar los actos de los demás. Dejaba a los otros que vivieran libremente sin inmiscuirse nunca. Aún en la vida de familia, él deponía sus gustos, sus propias inclinaciones a las de los otros. "Debemos ser generosos" nos decía: no esperar que los demás se adapten a nuestras genialidades, sino nosotros adaptarnos a las de ellos.
No fue ambicioso nunca. En realidad deseaba la tranquilidad de los suyos por encima de todo, pero jamás soñó con grandezas ni ostentaciones... La palabra frivolidad le era ajena. Para él, la vida era algo más profundo y serio, y era el sentimiento lo que regía todos sus actos; la vida era también para él: devoción y sacrificio. Amó a los suyos con todas sus fuerzas, especialmente a mi madre: para él, era ella el resumen de todas las virtudes y en toda su existencia, este sentimiento no se alteró jamás. Ella le entregó su vida; se la entregó sin reservas y con una devoción sin límites... El le agradeció esa generosidad y la estimó más que a su vida misma.
No se doblegó ante nadie nunca, porque sabía lo que valía: el don que Dios le había dado de ser un hombre de bien y el legado digno y honorable de sus antepasados... Ese legado que ha transmitido a sus hijos, a sus nietos. ¡Bendito orgullo! Es el único del que uno puede vanagloriarse.
¡Así era mi padre! Con su muerte su figura se agranda, y todos sus gestos, sus acciones, sus palabras, adquieren un gran relieve, porque perfilan y modelan el retrato de un hombre de bien.
INÉDITO
No hay comentarios:
Publicar un comentario