Nuestro infierno

Para llegar al infierno no es necesario descender hasta el centro de la Tierra. Sólo hay que pasar bajo el pórtico del Tercer Mundo. (Casi toda la América Latina, Africa entera y gran parte de Asia. Prácticamente todos los países subdesarrollados están abajo, en el hemisferio austral).

Tal infierno no es la obra de ningún verdugo cósmico. Es producto de los hombres. Tiene únicamente dos círculos: en uno están los condenados a la ignorancia; en el otro, los condenados a la miseria. Los analfabetos y los miserables llegan a construir hasta dos tercios de la especie humana.

Las naciones que están arriba, en el otro hemisferio, viven en un mundo próspero e intelectualmente cultivado, algo así como en un paraíso, pero divididas. Están separadas y contrapuestas por un nuevo maniqueísmo. El que crea Marx, en Occidente, hace más de un siglo, cuando coloca “la primera piedra del monumento al proletario desconocido”. El fogonazo marxista sale por la culata y da en el blanco inesperado de la inconsistencia eslava. Desde entonces, las ciudades, las naciones y el mundo, quedan divididos.

¿Cuál es la alternativa de los países subdesarrollados ante los dos imperialismos ideológicos antagónicos?... ¿Quedar uncidos al carro de guerra, cargado de megatones, de una u otra de las potencias rectoras o vegetar marginalmente en espera de su propio genocidio?...

La India parece haber elegido el segundo camino. Mientras estudia la esterilización obligatoria, ensaya la esterilización voluntaria. Los voluntarios reciben, a cambio de renunciar a su plena varonía, un radio a transistores. Increíble abdicación de una humanidad desconcertante que, ante el fantasma de Malthus, acepta el trueque de aparatos de radio por Ghandis, Tagores y Nehrus potenciales.

Tal vez si la verdadera tragedia de la humanidad resida en que Teilhard de Chardin nace con medio siglo de retraso. Y que no tiene, como Marx, un Lenin.

Los que vivimos en el infierno del Tercer Mundo, no podemos esperar hasta que prenda en los espíritus la concepción grandiosa de Teilhard. Su hermenéutica de luz –diáfana transparencia, a través del prisma de nuestra época, del eterno mensaje vivificante de Cristo- se abre paso muy lentamente en un mundo inmaduro que todavía la refracta.

El peso de la miseria y de la ignorancia es agobiante. Más, mucho más espiritual que materialmente.

Frente a las naciones industrializadas del mundo libre, no estamos obligados ni a amarlas ni mucho menos a admirarlas. Pero sí a reconocer, en nuestro fuero interno insobornable, que las necesitamos. Necesitamos de sus capitales privados y necesitamos de la asimilación de su técnica.
Sólo con ambas cosas podremos salir de nuestro infierno, y tal vez si, en dos o tres generaciones, pasando por el purgatorio, lleguemos a forjar nuestro propio paraíso.



Correo, 24 de junio de 1968

No hay comentarios:

Publicar un comentario