No soy alguien que sabe sino alguien que busca

La frase, de corte socrático, pertenece a Felipe Ortiz de Zevallos Madueño, autor del libro “Evaluación de Proyectos en el Perú”.

Pocos especialistas logran trasegar a la palabra escrita de manera concisa, amena y elegante, todo el rigor lógico de su pensamiento. Felipe no toma las verdades por los cuernos a la manera de Ortega. Prefiere desnudar nuestra realidad económica poco a poco, pasando de lo tangencial a lo global, con parsimonia de experto. Sus análisis micro y macroeconómicos, apretados y sutiles, tienen coherencia, solidez y la virtud de incitar a nuevas reflexiones. Leyendo este libro pequeño pero hondo, nos domina la sensación inequívoca e inquietante de que el Perú se encuentra en una difícil encrucijada histórica.


Inmune al virus totalitario, Felipe adhiere al sistema de mercado. No porque le atraiga más sino porque le repele menos. No es precisamente un Friedman que propicia el retorno a la economía clásica. Le asigna al Estado un rol orientador, guardián de recursos y árbitro, vitaminizador, generador “de estabilidad y de confianza”. Le da al César sólo lo que es del César.

Tecnócrata con corazón, cree ser cruel cuando recomienda las tarifas más altas para asegurar la eficiencia de los servicios. Acto seguido, le duele que la leche no llegue, o llegue tardíamente, al estómago de los niños. Este joven estudioso que une la integridad al talento, sabe que todos somos Lacoontes, aprisionados por más de una serpiente. Consecuentemente escribe: “el hombre no es sólo criatura de Dios sino tentación del demonio”. En su doble carácter de economista y de cristiano le interesa conocer, en espectro estadístico, no la composición sino la descomposición del potencial humano: cuántos odian, cuántos hozan, cuántos medran. Para proyectar, con los que quedan, el Perú del futuro.

El libro que comentamos, testimonio no de una promesa sino de un auténtico valor generacional, nos hace abrigar la esperanza de que volverán cuando sepan que un nuevo ciclaje va a poner fin a las súbitas interrupciones del poder, salvo flagrantes corto-circuitos de desgobierno.

La economía no es una religión. Mucho menos la única religión, como pretende el marxismo-leninismo. Pero es un hecho evidente que sólo a través de la máxima eficiencia de los especialistas podemos y debemos alcanzar la justicia social sin menoscabo de la libertad individual.

Trabajo, técnica, macroeconomía. Palabras que, en tiempos agnósticos, reviven la magia de los cuentos de Oriente. Lo que para medio mundo es una leyenda, para el mundo nuestro es una realidad que no admite siquiera las dudas de un Tomás. Trabajemos como Aquel que, hace veinte siglos, en un humilde rincón del mundo aún pequeño, cumple a cabalidad su oficio de carpintero. Al salir a la vida pública tiene el hombro derecho visiblemente más inclinado. No por accidente sino a consecuencia de 30 años de trabajo.

Los hombres y los pueblos que trabajan... hacen milagros.



El Comercio, 10 de junio de 1977

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