Se servían los postres. Durante la comida se había agotado el tema obligado entre hombres: las mujeres. Se había dicho el milagro pero no el santo, como suele ocurrir entre caballeros.
Los comensales pertenecían a la clase medía, más bien alta. Alguno había con pergaminos pero a la vez con valores propios suficientes como para hacer caso omiso de sus blasones. Que yo sepa ninguno militaba en partidos políticos ni había tenido actuación pública. Sin embargo, como era casi de rigor en estas reuniones, la conversación entró de lleno a «rozar», como en la selva, nuestros lacerantes problemas nacionales.
Felipe rompió los fuegos: No hay otra solución para los doce millones de peruanos que reducir o suprimir los Impuestos a la producción.
Intervino José Antonio: Eso de doce millones de peruanos es una gran patraña. A lo sumo habrá cuatro y ocho millones de parias
Alfonso, constitucionalista empedernido a la vez que «bon vivant", hizo comentarios un poco fuera de tono y terminó con esta frase sin altura: Claro que está bien aquello de la dignidad, pero de la dignidad no brota el petróleo.
José Antonio le salió al paso: Soy tan constitucionalista como tú, pero al mismo tiempo realista .Así como el proceso histórico es irreversible el impulso vital de una Nación es impostergable. Detenerse es un suicidio. Hay que meter el hombro y esperar, vigilantemente, que los que ostentan espadas de honor hagan honor a sus espadas.
Alfonso: Creo recordar una frase tuya, José Antonio. Decías que el ultranacionalismo es la mejor fórmula para convertir el mendigo sentado de Raimondi en un mendigo de pie.
José Antonio: Hasta ahora no veo que se aplique tal fórmula pero sí se llegara a entronizar una demagogia con uniforme la combatiría del mismo modo que combatí la anterior, porque no podemos pretender extraer el petróleo y el cobre con las manos.
Alfonso Y el oro del banco de Raimondi? ...
José Antonio: El oro está en bóvedas lejanas. Sería hermoso soñar el sueño de los alquimistas al revés y convertirlo en sudor y calor humanos.
Felipe: Para eso hay que crear un clima de confianza.
José Antonio: El de la confianza es un razonamiento circular. Quiénes deben dar el primer paso? ... Los que se supone que deben otorgarla o los que creen que deben recibirla. Hay que romper el círculo vicioso.
Juan: (que había intervenido apenas en la conversación y en quien todos habían observado una nueva expresión). Es cierto que no se puede prescindir del oro como instrumento para crear un pueblo pero la creación misma tiene que realizarse por un acto de fe.
Alfonso: (para complementar el retrato de Alfonso habría que definirlo como la personificación de una libido químicamente pura, con muy pocas posibilidades de sublimación. Otra de sus características era la de tener una personalidad sumamente inestable). A boca de jarro: Me han dado el dato de un material magnífico recién llegado del Sur. Qué les parece si llamo a ese fulano y le digo que nos reserve las cinco mejores por una medía hora, mientras llegamos.
Juan, secamente: Yo no voy.
Alfonso, sorprendido: Por qué? ...
Juan: Hay tres tipos de amor: el que uno roba de otro, el que se vende y el que se da. Le he perdido el gusto a los dos primeros. Me quedo sólo con el último.
Alfonso: La verdad que no te entiendo, Juan. En los últimos días te he notado distinto; como si te hubieran cambiado. Por qué no te mandas a hacer un análisis de orina?...
Juan: No sé como explicártelo, Alfonso. Emplearé palabras que te puedan llegar. Cuando se te abre un ideal y te adentras en él con todas tus agallas, el goce íntimo puede ser tan intenso como cuando dos cuerpos se juntan. El destino trascendente de «la caña pensante» no puede reducirse a holgar y a hozar. Claro que las batallas del espíritu no se dan, como las del amor, en «campo de plumas». Es difícil. Muy difícil. Pero tanto la vida del hombre como la historia de la humanidad están hechas de avances y retrocesos. Lo que importa, a la postre, es que el avance prevalezca.
Alfonso: No tendrá algo que ver lo tuyo con eso que llaman el nuevo cristianismo? Dicen que produce más alegría que el whisky y es más barato.
Juan: Uds. saben muy bien que siempre he odiado dos cosas: la pomposidad y el perfeccionismo. Para decirlo ahora con las palabras de nuestro Vallejo inmortal, gratas a José Antonio, nadie está inmune a «las caídas hondas de los Cristos del alma». Solos no podemos. Para eso está la gracia.
Alfonso: No nos vas a venir ahora con esas mojigangas de la gracia y de la misa.
Juan: No sé a que misa te refieres. Si al rito esotérico, en el que un personaje con vestiduras pomposas pronunciaba un monólogo en lengua extraña, daba las espaldas a los demás y comía y bebía solo; o, a la nueva misa, a la misa primigenia renacida, que es una fiesta comunitaria en la que se produce un diálogo en tu propia lengua, en la que todos cantan y todos comen y en la que se suceden dos Eucaristías: en la primera, se logra la unión del hombre con Dios y en la segunda, igualmente profunda, el abrazo del hombre con su hermano.
José Antonio: En los últimos días he tratado de adivinar las motivaciones de tu transformación, Juan. Yo he sentido también la nostalgia de un ideal perdido. Muchas veces he pensado, como mi homónimo, que «la vida no vale la pena de ser vivida a menos que esté disponible para ser quemada por algo grande». Y he sentido la tristeza, que sintió Juan Ramón, de «tener sin flores el santo jardín del alma». Pero te confieso que he buscado inútilmente la gracia. Tú qué has hecho, Juan? ...
Alfonso, Interrumpiendo: Yo cultivo Intensamente en mi jardín las flores de Baudelaire. Tienen un perfume delicioso.
Antes de contestarte, José Antonio, le diré a Alfonso que esas flores a que se refiere conducen al hastío, que según el propio Baudelaire «es un monstruo inmenso que de un bostezo enorme se va a tragar al mundo». En cuanto a la gracia, no sé si contarles mi experiencia. Creo que tiene que ser vivida y por lo tanto es intransferible.
Alfonso: Qué más da, nada perdemos.
Todos: Por favor, hazlo.
Juan: Durante 3 días seguí dócilmente las reglas de un juego «sui géneris" cuyo premio consistía en encontrar algo o a alguien sin saber a ciencia cierta qué o a quién . A medida que transcurría el tiempo me sentía cada vez más intranquilo, cada vez más tenso. En las noches, durante las pocas horas que me dejaban para el sueño, no podía dormir porque un nudo de angustia me apretaba la garganta. Me parecía que debía perder toda esperanza. Que estaba irremisiblemente condenado a seguir viviendo a media altura.
Este proceso insólito se acercaba a su final. De pronto, después de muchos, comenzó a hablar un hombre. Sosegadamente. Quien hablaba no era nada más que un hombre pero todo un hombre. No imaginó, no podía imaginar jamás nuestro Vallejo, golpes tan fuertes como los que la vida había asestado sobre él. Lo había alcanzado en lo más vivo, en lo que más desgarra, en lo que anonada: en los hijos. Primero fue el hijo mayor. Víctima de una cruel enfermedad incurable, el niño se fue consumiendo lentamente, deshaciéndose ante sus ojos, hasta quedar reducido a huesos. En estos momentos, precisamente ahora, mientras estoy hablando, él está contemplando el mismo cuadro en su hija menor que tiene la misma despiadada enfermedad. Asiste al mismo proceso de desintegración y de aniquilamiento. La niña se está muriendo poco a poco, como una luz tierna que se apaga.
Su voz era clara y no se quebró en momento alguno. Su mirada, por la que se desbordaba un alma de otros tiempos, no se empañó con lágrimas ociosas. Para él no había sido escrita la invocación de Dostoievski: «entonemos, desde el fondo mismo del dolor, un himno trágico al dios de la alegría». En su rostro no había el menor asomo de tragedia. Al contrario, una serena unción. Qué poder extraño transformaba en este hombre la desesperación en sonrisa y el dolor en canción? ... En los dos días anteriores había reparado en él por su innata predisposición a dar, a ayudar, a servir...
Cuando terminó de hablar, sentí que el saco vacío que había sido yo hasta entonces comenzó a llenarse con algo indefinible hasta que se puso derecho. Me acerqué a él y respiré a Dios. Lo abracé, y palpé a Dios.
Se hizo un profundo silencio. El relato de Juan había hecho impacto aún en Alfonso. Este hacía esfuerzos desesperados por decir algo y romper el silencio.
Alfonso: Me has hecho recordar Juan la superstición que yo tenía de pasarle la mano por la joroba a un vendedor de loterías para que me trajera suerte.
El comentario de Alfonso produjo una muda indignación en todos.
José Antonio: Yo había hecho mí divisa de una frase. «Tengo una triste opinión de mi mismo cuando me juzgo; pero muy alta cuando me comparo». Después de escuchar tu relato Juan debo rectificar la segunda parte de la frase para que quede así: Y aún más triste cuando me comparo.
Juan: No se trata de eso, José Antonio, Volvemos al perfeccionismo, que es morboso por cuanto es un narcisismo del espíritu.
El hijo de este hombre singular tenía que morir. Y la niña, tiene que morir. No hay poder humano que la salve. La ciencia no puede hacer nada.
Pero saben Uds. por ventura, o mejor, por malaventura, que cada media hora muere un niño de inanición en el Perú! ... Nosotros los podemos salvar y nada hacemos. Es acaso la miseria una enfermedad endémica entre nosotros? ... Respiramos despreocupadamente dentro de una especie de antropofagia ambiental de la que no somos los autores, pero sí, indiscutiblemente, los cómplices. Hasta cuándo vamos a contemplar impávidos este lento genocidio?... 0 creen Uds. que debemos acudir a un plebiscito definitorio: Quiénes están por el genocidio lento y quienes por el horno crematorio? ...
José Antonio: Tus palabras son tremendamente duras, Juan.
Juan: Lo siento, perdónenme. Me he dejado llevar por la emoción.
José Antonio: Tenemos que confesar que somos algo así como Garriks temerosos de que nos cambien la receta. Pero dinos, Juan, ¿cuál sería la receta?...
Juan: El hombre contemporáneo padece de claustrofilia. Se siente a sus anchas herméticamente aislado en círculos cerrados.
La receta es abrirnos. Salir de nosotros mismos. Proyectarnos en los demás. Hacer girar nuestras vidas sobre dos ejes: Dios y el prójimo, o si quieren, invirtiendo los términos, el prójimo y Cristo, Es igual. Exactamente igual.
José Antonio: Barajas los nombres de Dios, Cristo y el prójimo casi como si se tratara de sinónimos.
Juan: Pon juntos al Cristo de Mantegna, a un rudo campesino y a un proletario cualquiera. A tal punto son semejantes, que la multitud no podrá notar la diferencia y los llevará en procesión indistintamente.
He ahí nuestra tarea. Cargar esa anda. Cargarla todos, No unos días de Octubre, sino todos los días del mes y todos los meses del año. No 55 minutos menos, sino 55 minutos más. Los milagros de los hombres, que pueden empinarse hasta alcanzar la estatura de Cristos, están hechos de tesón, de fe, de lucha. A nadie se le excluirá. Todos tendrán el privilegio de cargar. Porque la salvación individual es prácticamente imposible; sólo cabe la salvación solidaria. Bajo el anda se encontrarán fraternalmente, gentes con hábito y sin él, los que llevan uniforme y los que no lo tienen. Se encontrarán todos. Solamente así podrá convertirse el Perú, ya sembrado de Ecclesias, en una Jerusalén celeste sin torres de marfil, y bajará el agua viva por las andenerías para que todos la beban.
Hay una Inmensa energía espiritual, latente, aún no desencadenada, contenida en el nuevo cristianismo. Desencadenémosla. Para que en nuestro Continente, donde la violencia se ha hecho institución, comience a dar sus primeros pasos un amor recién nacido. Para que en lugar de surgir un hongo monstruoso, aparezca, sobre el lomo del mundo, un eterno arco iris...
Felipe: José Antonio, ¿esa última frase, no es tuya? ... Creo haberla leído antes.
José Antonio: Sí, pero recién ahora la siento en toda su plenitud.
Ya era cerca de la una de la mañana. Nos despedimos. Al hacerlo, Alfonso abrazó a Juan y me pareció que, inconscientemente, le pasaba la mano por una joroba imaginaria.
Correo, 13 de enero de 1969
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