A esta rara estirpe pertenece Castilla, el soldado de las intuiciones sorprendentes. Antes que Lincoln, manumite al esclavo y libera al indio del tributo. Adivina que las naciones se forman por incorporación y no permite que ninguno de los elementos raciales se disgregue. Somete el caos "a ordenación y a ley". Se sitúa más allá de las facciones y logra reunir al que se ha llamado por antonomasia el gabinete de la inteligencia. Crea la escuadra más poderosa del Pacífico y coloca al Perú en el primer plano de América. Rivaliza con el otro Libertador en vocación anfictiónica y, a grandes rasgos, esboza el Pacto Andino. A la hora de morir, al pie de su caballo, en su entonces yerma tierra tarapaqueña, tal vez una congoja agobia al porfiado aventurero de la grandeza y del derecho: el temor de que su certera profecía admonitoria sea echada en saco roto ("cuando Chile compre un barco el Perú debe comprar dos").
Otro mestizo insigne, Santa Cruz, no le va muy a la zaga. Comienza por sacar a su país de la bancarrota. Siembra escuelas y universidades. Reorganiza el ejército. Contra todas las miopías, rompe la visión de campanario. Da al Perú y a Bolivia -según expresión de Basadre- "lo que casi invariablemente falta en la historia republicana: la ilusión de lo grande y el ensueño de construir". Santa Cruz representa la antítesis del binomio Melgarejo-Daza, gobernantes ladinos que prefiguran Macondo y justifican a la Reina Victoria.
Castilla comete un grave error político: se opone a la Confederación, Santa Cruz, un craso error militar: no liquida en Parcaupata, cuando puede, el ejército de Blanco Encalada. Yerro imperdonable, porque tras Blanco Encalada viene Bulnes. Y tras Bulnes, vienen Balmaceda, Lynch, y todos los demás. Y continuarán viniendo mientras sigamos desunidos y creyendo ingenuamente que los elementos de defensa pueden ser sustituidos por aliados hipotéticos o aliados insolventes. Al venir, no hacen otra cosa que obedecer ciegamente al mandato del tercer hombre de este enfoque: Portales.
Portales es el primer empresario que, en estas latitudes, llega a mandar. Le apasionan las mujeres y los caballos, la zamacueca y el poder. Le aburren y trata despectivamente a los "pelucones" (equivalentes a nuestros civilistas), pero no les rompe el espinazo. Los utiliza. Y usa al clero y a los militares. Le interesan sólo como insumos para el producto final: la hegemonía. Y con la hegemonía, la expansión y el espacio vital. Chile es una franja larga, angosta y pobre, salvo el valle central. Cuando "el roto pone la cabeza en los Andes, los pies le llegan al mar". Portales convierte esta estrecha franja en una espada y la cuelga al cinto del sub-continente. Tiene dos opciones: blandirla sobre la Patagonia y las islas que poseen la llave del Atlántico, o, en todo caso, sobre nuestros departamentos del Sur.
No es tarea difícil para Portales. Toda la historia de Chile, desde la indómita Araucanía, es el desarrollo de una ópera wagneriana a la que agregan los acordes de la marcha de Yungay. Descubierto el objetivo permanente, la que llaman guerra del guano y del salitre, deviene episódica y accidental. La combinación fortuita, en un momento dado, de dos imperialismos: el británico y el chileno. Sólo debe importarnos el leit-motiv, el substratum. Aun una mente tan lúcida como la de Mariátegui no llega a ver claro porque la tiene aprisionada por la prótesis del marxismo. La infraestructura económica (piedra filosofal para ellos) queda relegada, difuminada en simple telón de fondo. Lo que aparece en el primer plano no es otra cosa que "un pueblo homogéneo, disciplinado, tenaz", que hace gala de un exacerbado orgullo nacional y que tozudamente ha incorporado la fuerza a su escudo y a sus designios.
La estrella solitaria que rompe en el pasado el tratado frente a España, abandona con igual arrogancia el Pacto Andino.
Las conquistas materiales no les bastan. También de nuestros valores quieren despojarnos. A Grau, cuyo heroísmo ni siquiera Carlyle hubiera podido describir en su medida justa; a Grau, que encarna el hombre de Kant porque cada acto de su vida puede elevarse a norma universal; a Grau, que representa para nosotros "lo más sagrado del altar" le atribuyen sangre gran-colombiana.
Una voluminosa novela histórica (Adiós al Séptimo de Línea), que cubre toda la guerra del 79, ha alcanzado en el vecino país del Sur más ediciones que ningún otro libro. Incidentalmente relata los amores de una seductora espía chilena y un general peruano entre dos edades, pero tiene el propósito fundamental de exaltar las virtudes guerreras del "invencible" soldado chileno. Escrita en forma sencilla y didáctica, sin las fulguraciones estilísticas de la saga de Thorndike, ha sido vertida a tiras ilustradas. La Unicef debería impedir que los traficantes de la guerra envenenen el alma de los niños.
Sobre el Morro legendario, no han erigido un Cristo. En su lugar, habría un soldado en bronce con esta inscripción: "Mira siempre hacia el Norte".
Al edificio público más importante de Santiago (después de la Moneda) le han cambiado de nombre. Ya no se llama Gabriela Mistral (que trajo al mundo la belleza "sombra de Dios en el Universo"). Ahora se llama Diego Portales (símbolo de la expansión, cuyo obligado correlato va desde el cobre hasta el uranio).
Los doce intelectuales y artistas que han pretendido homologar los efectos y las motivaciones de la guerra de hace cien años, han lanzado a nuestro juicio un pronunciamiento desde el limbo. Creemos sin embargo que, si el destino trazara nuevamente una línea definitoria sobre alguna ignota isla bélica del absurdo, ellos también, emulando a "los doce de la fama", no vacilarían en pasar por el infierno para encontrar el camino de la gloria.
Artistas o no, intelectuales o no, absolutamente todos, debemos luchar indesmayable, denodadamente por la paz, matriz de nuestro impostergable desarrollo. Pero, eso sí, con los ojos abiertos.
La Prensa, 15 de enero de 1980
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