La dignidad y la soberanía tienen entre nosotros el carácter de las cosas sagradas. Por eso en la cuestión de fondo no podemos ceder ni un ápice.
Pero en lo adjetivo, en lo accesorio, en lo que implica dólares más o dólares menos, es enteramente distinto. Si bien no hay razón para presentarnos como bohemios, tampoco debemos aparecer como fenicios. Salvo el honor, todo puede ser materia de una transacción. No olvidemos que si para ellos lo que más importa es el precio de las cosas, para nosotros lo fundamental es el valor de los principios.
Lo que por encima de todo no debemos olvidar es nuestra triste, nuestra áspera, nuestra vejatoria condición de subdesarrollo. No es hora de detenernos a considerar si la ignorancia es constitucional o inconstitucional, o si la miseria es una cuestión de jure o una cuestión de facto. Nos encontramos frente a un imperativo categórico: levantar a un pueblo.
Es inútil engañarnos. No podemos caminar solos. Naciones poderosas han conocido el fracaso y han llegado a la ruina por el camino de la autarquía y del chauvinismo. Y luego se han incorporado espectacularmente, reconquistando el bienestar perdido de sus masas, a base de tesón y de ayuda exterior. Si bien es cierto que un pueblo no puede ser creado sino por medio de un acto de fe, también es dolorosamente cierto que la mística no basta. No podemos extraer el petróleo y el cobre con las manos, ni hacer irrigaciones y caminos con palas y picos.
Lo que se requiere para consumar el despegue, lo que constituye condición previa para superar nuestro subdesarrollo, es lograr nuestra unidad.
A ella se le opone una incongruencia; Por un lado, se diría que los delitos son enfermedades porque quienes los cometen no van a las cárceles sino a las clínicas y, por el otro, se crea un clima de temor y de zozobra y se da la impresión de que hay una persecución en marcha. Dejemos que los errores del régimen fenecido los juzgue la Historia. Es precisamente la Historia la que nos retrata como un pueblo empecinada y sempiternamente dividido, incapaz de unificarse y en pugna siempre los unos con los otros.
Templemos la honda de nuestra unidad. No para derribar tropicalmente al Goliath contemporáneo, sino para acosar y reducir, a base de nuestro esfuerzo y nuestra lucha y el concurso de las naciones más avanzadas y ricas del orbe, a esas dos bestias sórdidas –miseria e ignorancia– que atacan impune y despiadadamente a nuestras masas inermes.
Correo, 22 de abril de 1969
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