El subdesarrollo de un país está en razón directa de su incapacidad para superar anacronismos... En lugar de premiar a un oceanógrafo, a un geólogo, a un econome-trista, se entregan tres premios nacionales de cultura a literatos... Tras largos años, se abre la televisión a la civilidad. Los civiles se despedazan entre ellos. Convierten la televisión en circo romano... O más bien, en coliseo de gallos, dedicados a las peleas intestinas a pico, desdeñan posibles peleas a navaja, provocadas desde el exterior... Los ambulantes callejeros sustraen a la circulación, bajo los colchones, miles de millones de soles; los ambulantes cosmopolitas alejan unas cuantas centenas de millones de dólares de la economía, “terra incógnita” de nuestros gobernantes... Nadie duda que tenemos gigantes encadenados a los trópicos. Aspiran al grado 33 en una francmasonería “sui géneris”, de antigua raigambre en el Perú: la francma-sonería de las pasiones...
En contraste, un hombre sencillo y sereno, médico y locutor, proyecta en la pequeña pantalla, sin proponérselo, la imagen exacta de la sindéresis y del señorío. Ernesto García Calderón pertenece a la estirpe de los que entregan a los demás, a manera de un presente cotidiano, el testimonio de su propia ejemplaridad.
No hay cruzada de bien social a la que se sustraiga. Aporta su entusiasta circunspección; su inagotable vigor insospechado; su diáfana y templada simpatía; su permanente actitud reflexiva que genera confianza y credibilidad.
Con él, la muerte ha tenido una victoria de Pirro. Seguiremos viendo en la pequeña pantalla a Ernesto García Calderón. Seguiremos escuchando su voz ya una vez resucitada. Por raro, no se borra fácilmente la imagen de un caballero.
En contraste, un hombre sencillo y sereno, médico y locutor, proyecta en la pequeña pantalla, sin proponérselo, la imagen exacta de la sindéresis y del señorío. Ernesto García Calderón pertenece a la estirpe de los que entregan a los demás, a manera de un presente cotidiano, el testimonio de su propia ejemplaridad.
No hay cruzada de bien social a la que se sustraiga. Aporta su entusiasta circunspección; su inagotable vigor insospechado; su diáfana y templada simpatía; su permanente actitud reflexiva que genera confianza y credibilidad.
Con él, la muerte ha tenido una victoria de Pirro. Seguiremos viendo en la pequeña pantalla a Ernesto García Calderón. Seguiremos escuchando su voz ya una vez resucitada. Por raro, no se borra fácilmente la imagen de un caballero.
El Comercio, 30 de enero de 1978
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