La agresión geográfica no es el único elemento disolvente. Hay un mosaico de razas y hay confusión de lenguas. El palpitar de la historia, conspirando hacia la consumación del caos, genera el récord mundial de guerras civiles y revoluciones.
Si esto es una Nación, ¿cuál es el hilo invisible que la enhebra?...
La posesión indivisa de un pasado de grandeza; la angustia compartida ante la frustración del presente; la respuesta solidaria al reto del porvenir.
Es mucho más que un himno y una bandera. Es algo sutil e impalpable, que hace restañar en cada generación la herida gloriosa del 79. Cuando se funden en el crisol del heroísmo la hazaña inmarcesible de un Grau, el gran señor, y el gesto altivo de un Olaya, el pescador humilde, no cuentan ni las razas, ni las clases, ni las lenguas porque, de un confín al otro, es un solo corazón el que palpita.
Allí está la Nación en ese latido multitudinario.
Está en el pequeño gigante del caballo blanco. Está en Carrión, que lleva el sacrificio hasta el paroxismo. Está en Tangüis, cuya estatua ecuestre, única en el mundo dedicada a un civil, parece un pisapapel. Está en el gran Tarapaqueño, Lincoln mestizo, mitad apóstol y mitad caudillo que, a través de su obra y de su vida, plasma en una sola divisa los tres apetitos sagrados del hombre: la Libertad, la Hembra y la Justicia. Está en Pachacútec y en Manuel Seoane, esos dos grandes unificadores; el uno en su línea de guerra y el otro con su clarividencia y su sonrisa. Está en Fitzcarrald, que emprende su aventura selvática solo y no compromete a un pueblo entero para que especte, atónito y anhelante, el sempiterno duelo entre el camino y la jungla.
Está en todos los prohombres que nos han legado esta heredad heterogénea y convulsa pero bendita y que nos hacen sentir el legítimo orgullo de ser peruanos.
La Patria que ellos han forjado no es escenario para histriones. Es tierra para gigantes.
No serían tan graves las crisis, la economía, ni la que cala más hondo, la moral, si se presintiera que habrá el acierto para superar la primera y habrá el coraje para cercenar la segunda.
Sólo así resurgirá la Nación, más pujante y más pura. Y sólo entonces, el viejo y noble corazón del Perú no requerirá un trasplante.
Correo, 16 de abril de 1968
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