Los símbolos cautivos

Quien fue maestro indiscutido en las normas del Derecho, señala al país el peligro que envuelve la proliferación de las profesiones liberales; quien amó la cultura apasionadamente hace una invocación al sacrificio por dos o tres generaciones e incita a renunciar a la ilustración académica y libresca en aras de lograr, a través de la ciencia y de la técnica, la elevación del nivel de vida de nuestras masas; quien sintió arraigada devoción por las cosas bellas y hasta fue pintor precoz, nos invita a desdeñar la instrucción decorativa y a aceptar la suprema validez del sentido práctico; quien tuvo una concepción apolínea de la vida y anidó en su frente olímpica los más claros pensamientos, aparece, en una de sus más edificantes perspectivas, como el abanderado del hombre de acción, como el panegirista de la empresa, del esfuerzo y del trabajo, como el profeta que, en nuestro inveterado desierto de pronunciamientos hondos y serenos, clama por el advenimiento del hombre nuevo con espíritu de frontera.

Hermosa y fecunda paradoja que brota como vivo manantial de la simbiosis creadora entre la comunidad y el hombre egregio.

Hace siete lustros, en el umbral del siglo, Manuel Vicente Villarán analiza magistralmente las causas de nuestro subdesarrollo y traza, con pasmosa clarividencia, el camino recto hacia el “despegue”. Hay estrellas que no se extinguen; que parecen proceder de otras galaxias. Su estudio: “Las profesiones Liberales en el Perú”, conserva vigencia plena, actualidad palpitante.

A la luz de sus reflexiones, tenemos que revisar e interpretar de nuevo la significación tradicional de nuestros símbolos cautivos.

El monitor de asombro, que no tiene parangón en la historia de las hazañas del mar, no debe ser tanto símbolo del heroísmo de la gloria, cuanto de la pericia. Esta tierra nuestra, heterogénea y convulsa pero bendita, no se cansa de dar héroes. Pero a pesar de ellos, hemos perdido dos guerras con sendas mutilaciones territoriales en el Sur y en el Oriente.

El reloj de torre, que enmudece en manos del raptor, no debe ser tanto símbolo del arte que combina graciosamente figuras plásticas y notas musicales al paso de las horas, cuanto de la técnica.

Pericia y técnica son las palancas en que se apoya la tesis de Villarán para levantar al Perú.

Ahora que la Universidad, a la que dedicó gran parte de su vida, puede dejar de ser incubadora de picos de oro y botín de banderías, tal vez descubra la juventud al auténtico sentido de solidaridad humana que subyace a las ideas aparentemente positivistas de Villarán.

Para un maestro olvidado de nuestra América, “hablar a la juventud es un género de oratoria sagrada”. Despolitizados los claustros, es hora ya de que en ellos resuenen voces nuevas, veraces y vibrantes.

Que escuchen los jóvenes, de labios de quienes sean capaces de predicar con la palabra y con el ejemplo, que deben mantenerse equidistantes, tanto del señor Chauvin, cuyo rostro gesticulante y descompuesto es el reflejo de morbosas cargas emotivas, como de los ideólogos y teorizantes de la extrema izquierda que pretenden hacer su propio juego al magnificar la garra del águila yanqui y al soslayar la zarpa del oso moscovita.

Que sepan los jóvenes que nuestras energías se desgastan en la lucha estéril de los partidos y en la anarquía de los recintos bizantinos y que, prácticamente, “nuestro mundo se ahoga por exceso de palabras”.

Que entiendan los jóvenes que “puede haber mayor efecto civilizador en el martillo y en la llave inglesa que en el alfabeto” y que con la multiplicación de los centros de trabajo se obtiene la expansión del mercado de consumo por un lado y, por el otro, que es lo que más importa, el bienestar, y a través de él, la dignidad del hombre.

Que contemplen los jóvenes a ese puñado de hombres con garra de pioneros y temple de titanes que han ganado para el Perú la IV Región y que, a pesar de que muchos sucumbieron como en la otra gran epopeya del mar de hace 90 años, los más expertos, laboriosos y audaces, han conquistado para nuestro pueblo el trofeo pacífico y bienhechor de una ingente riqueza colectiva.


Correo, 18 de marzo de 1969

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