Tres brechas en la tierra

No tratamos de cataclismos, de Atlántidas extintas o Venecias que se hunden. Nos referimos a los desgarramientos, a las heridas hondas en el alma del mundo. A manera de cruces, dejan en el corazón de la humanidad tres cicatrices. Indoblegable, la humanidad prosigue su marcha con sus infartos a cuestas. Debe culminar la creación inconclusa. Tal vez requiera para lograrlo, en agónico trasplante, del corazón de Agustín: “Ama y haz lo que quieras”.

La primera fisura va de Este a Oeste. Al pasar bajo el pórtico del mundo socialista, la mitad del género humano pierde toda esperanza de ser libre. Menguados o no, así son los ideales para quienes no resisten la atracción del rebaño... La otra mitad, se debate entre un capitalismo sin contenido ético pero con renovada eficacia y un cristianismo que, pese a Vaticano II, no extrae de la tierra toda la sal que requiere... Coexisten pacíficamente los dos mundos en la superficie, pero desestabilizan artera y subrepticiamente sus respectivos sistemas. Son inconciliables. En sus ideologías, en sus métodos, en sus perspectivas. Ante el “ganapierde” de la hecatombe nuclear, emplean alternativamente la táctica de la finta bélica y la distensión. Podemos concurrir sólo en el plano comercial y en el de la investigación científica. Yanquis y soviéticos arriban casi juntos a la aventura cósmica, como llegan hace tres siglos Newton y Leibniz separada y simultáneamente al cálculo infinitesimal.


La segunda brecha es la generacional. Cuestiones tales como los cabellos largos y las indumentarias son adjetivas. El asunto es más serio. Comienza cuando los jóvenes le vuelven las espaldas a Cristo. Lo hacen porque descubren que sus mayores usan al Nazareno como pantalla. Nos bajan entonces del pedestal y nos sustituyen con personajes que se agigantan en el espejismo de lo exótico y lo lejano: El tío Ho, Mao, el mandamás de Albania... La familia, círculo básico del cuerpo social, se hace excéntrica. Al perder su irradiación, el hogar se convierte en hotel. Se inicia la guerra fría. Los mayores se parapetan en el autoritarismo, el alcohol o los tranquilizantes. Los jóvenes se entregan al vagabundaje, a la pasta de cocaína o al marxismo. Advierten tarde que, tras los pretendidos paraísos, hay una trampa que esclaviza... Más que de incomunicación el problema de las generaciones es de confusión de lenguas. Es preciso recurrir al esperanto de la comprensión y de la tolerancia. Y también, por qué no, del amor. Amar suena a hueco, a falso, aún a cursi como palabra; pero es eficaz como terapia. Prueben los jóvenes hacer el amor amando, entregando más que recibiendo. Tendrán la sorpresa de multiplicar el placer.

La tercera escisión abre un profundo abismo entre el Norte y el Sur. Arriba, la abundancia. Abajo, la pavorosa “geografía del hambre”. En uno y otro campo hay minorías con signo contrario. Pero, como observa Gailbrath, es el poco de tiza que queda en la pizarra después de haber borrado.

Las naciones que integran el Sur, durante siglos, han estado teñidas en los mapas con los colores europeos. Hasta hace siglo y medio nuestra América. El Africa y el Sud-Este de Asia hasta hace pocos años.

Ese gran imperialista del pensamiento que es Hegel, denso casi siempre, tiene a veces fulguraciones: “La India o el sueño; Grecia o la gracia; Roma o el mando”. Y tiene también excesos de arrogancia. A nuestra América casi morena la sitúa despectivamente al margen de la historia. Ajena al espíritu.

Aprisionado el Tercer Mundo entre los dos trópicos, las naciones que lo integran son pueblos de alborada. El pensamiento analítico aparece, “como el búho, al atardecer”. “Páginas en blanco”, todo está por diseñar y por hacer.

Por más que admiremos la desbordante vitalidad de Unamuno, jamás le perdonaremos que haya pronunciado el más grande de los desatinos: “Que inventen ellos”. Claro que han inventado. Allí radica precisamente el desequilibrio en los términos del intercambio entre el Norte y el Sur. El trabajo y el sudor es el mismo; pero el trabajo del Norte tiene el valor agregado de la técnica. Esa técnica que nos llega en pequeñas cajas que nos parecen milagrosas, implacable y herméticamente selladas.

Cuando Keisserling, hace medio siglo, recorre la América del Sur, nos bautiza como el sub-continente de la gana. No tenemos espíritu ni voluntad; simplemente gana. Nuestro sub-desarrollo, según el pensador alemán, tiene su origen en el desgano.

Tomemos nota del diagnóstico y aceptemos el reto: Si nos unimos; si trabajamos diez o doce horas diarias denodadamente; si extraemos de las universidades, ingenieros, técnicos, oceanógrafos y enaltecemos la nueva clase definitoria de los mandos medios; si desalentamos, por lo menos hasta lograr el despegue, la formación de poetas, literatos y teorizantes; si neutralizamos a los fanáticos de uno y otro extremo y, sin violencia, logramos que trabajen los que odian arriba y los que odian abajo; si dejamos de considerar las malversaciones como enfermedades y quienes las cometen van a las cárceles y no a las clínicas; si regulamos las comunidades laborales para que, sin desmedro de la economía de los trabajadores, el capital conserve el aliciente empresarial; si hacemos más atractiva la concurrencia del capital extranjero a la explotación del petróleo de nuestra selva, sin afectar nuestra soberanía ni comprometer nuestro porvenir; si compartimos las iniciativas y las responsabilidades del poder, en justo equilibrio, civiles y militares; si nos damos cuenta, de una vez por todas, que Cristo no vino a este mundo para que lo carguen sino para cargar y que el verdadero cuerpo místico está constituido por las grandes mayorías nacionales; si hacemos eso y más, gracias no a Keisserling sino a nosotros mismos, podemos ser grandes.

Podemos ser grandes si nos da la gana.



El Comercio, 12 de noviembre de 1976

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