Los drogadictos buscan paraísos individuales; los terroristas, paraísos colectivos. Se han equivocado de planeta. No hay en la Tierra ni se puede concebir nada que sea semejante a un paraíso. Unos y otros actúan en la sombra, subrepticiamente.
Si algo los une es una invencible proclividad tanática. Los toxicómanos, en lenta descomposición, se van destruyendo a sí mismos; los terroristas, destruyen cuanto pueden: instalaciones vitales y a mansalva a las personas, incluyendo niños y mujeres. Los primeros, para obtener la droga, roban y hasta matan; los segundos, expertos en el tiro a la nuca, trasponen los límites de lo abyecto en nombre de los ideales. Aunque no siempre formen una yunta, eventualmente hacen el trueque de pasta básica por explosivos (que en realidad es la misma cosa) y torean a veces al alimón para que los guardianes del orden no sepan a quién embestir... Ambos son enemigos acérrimos de la libertad. Los toxicómanos sienten fruición al irse esclavizando, sucesivamente, a estupefacientes que crean mayor dependencia, primero síquica y luego orgánica; los que siembran el terror, sueñan con encadenarse y encadenarnos de paso a una oligarquía cualquiera de algún lejano país totalitario.
Si la onza de oro representa 500 dólares y la de cocaína 2,000, fácil es imaginarse cuán poderosas deben ser las organizaciones que los traficantes controlan: embarcaciones, compañías financieras, aviones, campos ocultos de aterrizaje, etc. etc.
Similarmente, la promoción del terror corre a cargo de estados mayores diseñados siguiendo los modelos militares, que estudian y sopesan la estrategia, las tácticas y la logística.
En cuanto a los fondos, o provienen del exterior o tiene orígenes inconfesables.
Pero lo doloroso, lo irreversiblemente trágico, sobre todo para los países en proceso de desarrollo, es que las marionetas, las víctimas que ambulan o militan en uno u otro campo, están constituidas, en su gran mayoría, por jóvenes. Aquellos precisamente a quienes está reservada la conquista del porvenir.
Un olvidado maestro de América, José Enrique Rodó, escribía que la juventud es el descubrimiento de un horizonte inmenso que es la vida. Desafortunadamente, muchísimos de los que hoy bordean los veinte años prefieren darle la razón a Bernard Shaw: “La juventud es algo maravilloso; lástima que se desperdicie en los jóvenes”.
Cuando en el siglo XVI, Europa recibe de América el tabaco y la coca, rechaza ésta y se queda con el tabaco. Elige el mal menor. Necesita todas sus energías para sojuzgar al mundo recién descubierto y teñir con el color de sus banderas el resto del planeta.
Esta nación nuestra, cuya vitalidad es milenaria, requiere aunar y consolidar todas sus energías, no para sojuzgar o conquistar, sino para combatir serena pero implacablemente a esos dos grandes flagelos: las drogas y el terrorismo.
En lo que toca al primero, el Fiscal de la Nación, en gesto inflexible que lo enaltece, ha inspirado a la Corte Suprema de la República el camino a seguir. Respecto al terrorismo, nuestras propias raíces están en juego. Se trata nada menos que de un imperativo de supervivencia. No pueden aceptarse interferencias de quienes pretenden aplacar todo el rigor de la ley.
No hay otro sendero que el que abre el esfuerzo y el trabajo.
No hay otra patria que la roja y blanca.
El Observador, 1º de noviembre de 1981
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