En el plano del verbo, se dan todos los matices. Desde el fanatismo disolvente de un Bolo hasta el legítimo pero descarriado pronunciamiento de los 35.
En el plano de la acción, desafortunadamente entre pocos, hay un religioso admirable con mucho de economista y algo de misionero. Es enérgico, afable, dinámico. Genera confianza e irradia optimismo. Trabaja de 8 a 8. Tiene la fibra inconfundible de los pioneros.
En una ciudad del Altiplano, crea el cooperativismo. Para lograrlo, tiene que desintegrar esa paradoja viviente que es nuestro indígena. Por un lado, vence su soledad autárquica; por otro, fomenta su vocación comunitaria.
Atrae de ese modo los billetes ocultos en lugares inverosímiles y moviliza millones que convierte en viviendas.
El sí ha hecho, sin vacuas promesas ni alardes retóricos, una revolución del crédito. La Mutual “El Pueblo”, que funda posteriormente en Lima, ha sobrepasado ya en depósitos los quinientos millones. Le sirven para satisfacer el anhelo más vehemente del hombre: una casa y un jardín. Porque es sólo en su propio solar donde el hombre realmente se siente el Rey de la Creación y no en la promiscuidad de los “callejones verticales”.
Esta fecunda amalgama de teología y de finanzas que se llama Daniel McLellan, sabe que unos cuantos bienes terrenales acercan a Dios, porque la miseria es sórdida y es áspera y urde en torno al hombre una sucia maraña que oculta los caminos del Señor.
El padre McLellan es el antípoda de aquellos políticos para quienes la economía es una ciencia esotérica. El sabe, aunque no le interesa, que muchos de los que levantaban los brazos, si hubieran perdurado los usos del Incario, levantarían muñones. Sabe también que las crisis no las hacen los especuladores. Que éstos son como los cuervos, devoran la carroña, pero no la crean.
A solas, con su
Correo, 25 de julio de 1968
No hay comentarios:
Publicar un comentario