Lía Lavalle de Ledgard

Le viene de Córdoba el embrujo de su estampa morena. Recibe a raudales la belleza y el temple de la tierra nuestra. Tiene porte y majestad de reina.

Pero aun tales dones los realza. Los transfigura por vocación en sencillez. En gracia serena. En encendida solidaridad que enhebra, silenciosamente, clases y colores. El cristianismo se hace transparente, por afinidad de lozanías, en la verdad de su rostro y en la verdad de su vida.

Ninguna actividad creadora, espiritual o física, le es ajena: Amazona; la apasionan los deportes del mar, periodista de diáfana prosa; maestra en la difícil conciliación de la espontaneidad y la compostura, enseña a las jóvenes las artes olvidadas del buen decir y del bien vestir, porque no es la elegancia un cartel del dinero. Intenta en vano ocultar su labor social infatigable. No hay en Chaclacayo obra de bien que no lleve impresas sus huellas digitales. Ni existe rincón humilde que desdeñen sus manos de sembradora. En tiempos recientes, acalla el propio dolor para aliviar el ajeno.

Pocas mujeres salen airosas de la prueba de fuego de Benjamín Franklin. Según Franklin, si uno quiere enterarse de los vicios de una mujer no tiene sino que ensalzar sus virtudes frente a otra mujer. En una encuesta consultando uno y otro sexo unánimemente sería ungida Lía Lavalle de Ledgard, en el país del señorío y de las mujeres bellas, la más guapa y la más señora.

Carlos Ledgard y Lía Lavalle, en treintitrés años de simbiosis fecunda, se acercan al hogar ideal. Construyen con los materiales nobles del amor, del tesón y de la luz. De un lado hay energía, talento, genuina simpatía humana; del otro, sencillamente un hontanar de plenitudes.

Comete sin embargo un único pecado: acaparar la sal de la tierra. Pero dócil al atávico mandato la desparrama luego en todos los niveles. Cuando la fibra humana alcanza en las mujeres su más fina calidad; cuando al mismo tiempo, descubren el secreto de la armonía y toman al fin por asalto las ciudadelas del pensamiento y de la acción; cuando logran establecer el equilibrio entre la dimensión humana enaltecida y “la divina proporción”, entonces, sólo entonces, se convierten las mujeres en depositarias de la fe en el devenir: por todo lo que representan y porque prometen ser portadoras del hombre nuevo.

Las mujeres que pertenecen a esa especie rara, prefiguraciones de una era luminosa que vendrá, adquieren la naturaleza inmutable de los arquetipos. Ni decaen ni envejecen. Son –Lía y sus pares– inmarcesibles.

(Estas líneas, escritas en tiempo presente, no mencionan la palabra muerte. Es una ficción o una impostura. Las personas que valen, sobreviven. Cabal y esplendorosamente. Se les vuelve a ver en cada nueva primavera... al rozar tierra y cielo en fugaces planos de tangencia).

El Comercio, 2 de mayo de 1977

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