1948 y 1968. El lapso de una generación entre caos y caos. En el último, el desgobierno es más palpable y la corrosión cala mucho más hondo.
Los que sienten un temor reverencial por los esquemas y los ideogramas, olvidan las esencias. Ni las instituciones ni los principios pueden mantener su vigencia cuando palmariamente brilla por su ausencia la integridad de los hombres. El estado de derecho es el más fecundo entre todos, mientras hunda sus raíces en la buena tierra, pero de ninguna manera cuando se tambalea sobre un pantano. No cabe duda que hay que restituirlo cuanto antes, pero primero, hay que desecar el pantano.
El Perú olía mal. Es preciso aplicar el cauterio para regenerar los tejidos enfermos de la Nación. Hay que ejemplarizar. Mientras más alta la jerarquía, más severa la sanción. Pero sin ánimo de venganza y, sobre todo, sin tocar la vieja herida ya cicatrizada, que ha separado en dos bandos a militares y civiles y por cerca de un siglo ha rasgado las vestiduras de la Nación.
Pero lo que es inadmisible, lo que no puede aceptarse en un país que por tradición es de señores, es la más leve alusión a una mujer. La política es una cuestión de hombres que se juegan el destierro o la mazmorra. Las mujeres están al margen. Ellas han sido hechas para otros fines y es gracias a ellas que tenemos el atisbo de Dios en esta Tierra.
No es posible empañar con la más leve sospecha la actuación de la Presidenta de la Junta de Asistencia Nacional. El dolo, si existe, debe corresponder a funcionarios subalternos.
Cuando el más digno entre los hombres que jamás hayan llevado el uniforme en nuestra historia, vence a Pratt, tiene un gesto supremo de elegancia para con su viuda. La línea del Caballero de los Mares es la línea de todos los caballeros sin uniforme o con él.
Quiero creer que no son ciertas las frases que se le atribuyen. Si no, tendría que decirle:
No, general Artola, no. No se pasa el Rubicón para ofender a las damas.
Correo, 28 de octubre de 1968
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