El don de la ubicuidad

En esta azarosa aunque bendita tierra nuestra, el complejo más frecuente es el de Cordero y Velarde. Todos quieren ser Presidente. Un hombre apolíneo, jurista eminente, cuya carta de ciudadanía bien podría ser la carta magna, posee títulos de sobra para presidir el más alto tribunal del mundo. Sin embargo, no resiste a la tentación de mandar. Emplea un sésamo que, aunque falso, resulta eficaz: "las izquierdas evangélicas". ¿Son evangélicos el paredón, el archipiélago de Gulag y las revoluciones culturales más útiles que los suplicios chinos?... No lo creemos. Los evangelios no admiten banderías. Para todos es la luz. Aún para ciertas izquierdas miopes que no ven el más allá.

Un tecnócrata con más carisma que renombre, analiza certeramente un contexto de vetos, frustraciones y complacencias. Siente entonces un voraz apetito de poder. Un golpe de manguera le da el espaldarazo. Remueve las piedras y los durmientes de su altiva ciudad ancestral. Se convierte en el niño terrible de la política, pero con innegable señorío. Es genuinamente demócrata y acrisoladamente honesto (aunque no todos sus "adláteres" lo sean). Promete al país llevarlo hacia delante y hacia arriba. Pronto se revela un gobernante romántico. Abusa de los discursos y en ellos de la nemotecnia y de la inclinación poemática. Se deja seducir por lo inaccesible y lo lejano. Pasa con la mayor naturalidad del microcosmos del pueblo olvidado al macrocosmos de la región selvática. La carretera marginal lo subyuga, lo obsesiona, lo paraliza. A tal punto, que la cuestión del petróleo no la resuelve en 90 días. Una vez inmerso en la cábala de los números, cae en la trampa del número 11.

Un tercero en discordia, denominado presidente moral, alienta desde sus mocedades una desbordante vocación revolucionaria. Llega a ser el orador de más fuste de habla hispana. Abarca el subcontinente en visión totalizadora y deja en varios segmentos nacionales su impronta de renovación y de rebeldía. Revitaliza el sueño de los dos Libertadores, el de Caracas y el de Tarapacá. Es leninista cuando se proclama heraldo de Indo-América, presa entonces de un solo imperialismo. Deviene simplemente cartesiano cuando descubre que el imperialismo es bifronte. Atleta del pensamiento, se deleita en el "Discurso del Método", pero desdeña el "Tratado de las Pasiones". Hace mal, porque las desencadena dramáticamente. Más que nadie en la procelosa historia del Perú.

No existe entre los hombres el don de ubicuidad. Si la historia fuera, como la novela, el relato de lo que pudo ser, el Dr. José Luis Bustamante y Rivero habría sido ungido, por aclamación nacional, Presidente vitalicio de la Corte Suprema de la República. El arquitecto Fernando Belaúnde Terry, a perpetuidad, Ministro de Tierras de Montaña y Colonización. Víctor Raúl Haya de la Torre, por antonomasia, Presidente de la Organización de Estados Americanos (Ante la complejidad creciente de la sociedad contemporánea, no puede ser objetado el aforismo yanqui: "the right man in the right place").

Frente a la actual coyuntura y al margen de una improbable gerontocracia (a la que el Sr. Belaúnde alude al declarar que no se tiñe las canas), los dos ex Presidentes (obligados a salir) y el denominado Presidente moral (impedido de entrar), tienen una misión sagrada que cumplir: enaltecer las elecciones del 80; custodiar la democracia; impedir que se proyecte en esta tierra, como trágicamente ocurre en otras latitudes del suelo americano, "la sombra de Caín".

En el pasado, estertores tal vez de un agónico caciquismo, se enfrentaron los tres en una dialéctica esterilizante. Ninguno de los tres quiso pasar el puente entre la tesis y la síntesis. Se detuvieron con fruición, en la antítesis. Los embriagaba la voluptuosidad del choque.

Hoy, templados, maduros, tienen las cabezas aún más claras. Y sobre ellas, algo en común: el gorro frigio.

El Comercio, 1º de junio de 1977

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