Diómedes Arias Schreiber

Vivió su vida, segada tan temprano, plenamente. Como totalidad. Nada le fue ajeno de ese laberinto con alma y con sentidos que es el hombre. Conoció todos los caminos que conducen a Roma, pero supo seguir, esencialmente, el único que lleva a Cristo. Esos fueron sus dos pilares: la romanidad y el cristianismo.

Mucho más hondo que el culto a los manes fue la devoción y el legítimo orgullo que sintió por su padre. Fue algo así como una continua y amorosa vivencia del misterio trinitario: padre e hijo asidos por el espíritu.

Hizo derroche de señorío. Aunque inadvertidamente, como lo exigía su innata elegancia espiritual. Fue, ante todo, un donador. Un donador impenitente de calor humano. Siendo tan clara y tan rotunda su varonía, sintió la voluptuosidad de la entrega sin reservas al amigo. Su fe en la amistad tal vez no llegó a mover montañas pero posiblemente resucitó a más de un Lázaro. Abogó, él, desde tiempo atrás, por un cambio social profundo. Concibió, no la sociedad sin clases, sino la sociedad sin odios.

No es fácil precisar cuál fue más alto, si su coeficiente de inteligencia o su coeficiente de afectividad. Pero si se analiza la fina fibra humana de la que Tato estaba hecho, tal vez la lógica pascaliana del corazón resultaría dominante.

El viernes último, una muchedumbre de individualidades congregada en torno a su fosa, pudo palpar eso que llaman silencio sepulcral. No permitía sino la admiración muda a la esposa, encarnando la majestad del dolor, de ese dolor sereno que es el extensor del alma. Y permitía también percibir, en el fondo de este gran silencio, vibrando quedamente en todos los corazones, "la noble resonancia de su nombre".


La Prensa, 13 de enero de 1972

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