La plusvalía del corazón

Si el hombre es producto de sus circunstancias, humanicemos sus circunstancias”... “No se trata de interpretar el mundo sino de transformarlo”... Quien escribe es Marx, en “La sagrada familia” y en una de las réplicas a Feurbach. Con tales expresiones Marx se sitúa, de cuerpo entero, al lado del Nazareno. ¿Qué lo aparta? Tal vez siente horror al vacío social; vacío que en contados casos, intentan llenar los sucesores de Pedro... Puede ser que lo conmuevan, en los albores de la revolución industrial, las “camas calientes” camas ocupadas ininterrumpidamente, de día y de noche, por turnos de niños que han trabajado doce horas... Es posible que reciba el impacto de Hobbes, que mezcla explosivamente al hombre con el lobo... O quizás crea percibir en las barricadas de París, como única pulsación de la historia, la guerra entre las clases...

Lo cierto es que a partir del “Manifiesto Comunista” Marx se radicaliza. Se propone desde entonces, y a la postre lo logra, escindir el planeta. Enrola en sus filas ideológica, mística o compulsivamente, a la mitad del género humano. Tiene la suerte de encontrar, donde menos lo espera, prosélitos de gran envergadura.

Mao Tse Tung es uno de ellos. Sin medias tintas y sin temores, reconocemos que en Mao hay grandeza. Admiramos los épicos relieves de su Larga Marcha. Su ciclópeo empeño para levantar, a base de poemas y de garra, al pueblo más pobre y numeroso de la Tierra.


Otro prosélito de fuste es Fidel Castro. Tal vez entre los conductores de pueblos el de mayor carisma. Revive el diálogo platónico y lo reduce a dos personajes: él y la multitud. Sus significativos logros en materia de salud y educación, no son hipérbole tropical.

Varios son los conductores, desde Lenin hasta Brehznev pasando por la ferocidad de Stalin, que intervienen en el proceso soviético, viejo ya de más de medio siglo. Pueril sería ocultar que, socialmente, el mujik ha quedado muy atrás. Política, militar y espacialmente, comparten el poder en el mundo.

Ni la táctica del avestruz ni la del menosprecio van a salvar la cultura de Occidente. Esa cultura nuestra que ha superado en el pasado las inquisiciones y los “index librorum expurgatorum”, no puede, a menos que renuncie a su esencia, someterse a un solo pensamiento o a un solo libro rojo.
Cualesquiera que sean sus avances materiales, el mundo socialista se asemeja cada día más a un gigantesco laboratorio. Allí se estudian, objetiva y científicamente, no sabemos si por discípulos de Marx o de Pavlov, los reflejos condicionados de cientos de millones de seres humanos.

La axiología de Occidente tiene que preservar, cueste lo que cueste, su triádica reverberación: La libertad, el espíritu de investigación y el cristianismo. No el cristianismo que hace cuestión de estado respecto del idioma de las misas, como lo hiciera antaño acerca del grosor del cabello de los ángeles. Es el abierto, el diáfano y evolutivamente primigenio, el de la solidaridad humana sin reservas, el redimido por Juan XXIII.

Impregnemos de sentido hondo a la libertad y a la vida, concertemos voluntades para hacer cristalizar gradualmente, “salvando la subtaneidad del tránsito”, la justicia social en nuestra tierra.

Contamos con una veta inagotable, apenas explorada: la eterna plusvalía del corazón humano.



El Comercio, 20 de setiembre de 1976

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