Cuando Delacroix lleva al lienzo la atormentada figura de Medea en el trance de devorar a sus hijos no logra, pese a ser el más grande colorista de todos los tiempos, dar expresión a todo el patetismo que la insólita situación exige.
Tenía que ser el sordo genial de las pinturas negras, Goya, y amamantado en las pletóricas aunque desgarradas ubres ibéricas, el único capaz de revelarnos, al representar a Cronos en actitud de caníbal, la secuencia trágica de las generaciones destinadas a engullirse unas a otras indefinidamente.
Hay inequívocas connotaciones entre el tremendo contenido de esos mitos y la entraña misma de nuestro tiempo. Nunca como ahora han rechazado tan categóricamente los jóvenes ver reflejada su propia imagen en el espejo empañado de sus antecesores. Nos juzgan una generación de Tartufos. En religión, en política, en nuestra manera habitual (demasiado habitual) de actuar y de vivir. Y tienen razón. Pero no toda la razón.
Si los jóvenes, limpios por dentro, persiguen obstinadamente la autenticidad y muchos la alcanzan; si se ahogan en el estrecho marco de las convenciones que impone un sistema y lo desconocen y superan; si arrojan al desván de las cosas inservibles, valores tales como el respeto a sus mayores, la urbanidad, el decoro, el buen decir, el pudor; si consideran que todo les está permitido en su camino de hacer prevalecer la justicia sobre la Tierra; si para ellos la ciencia y el materialismo dialéctico poseen, como la Esfinge, el secreto de todas las respuestas; si no se molestan en levantar los ojos a lo alto porque se encontrarían con una bóveda vacía; si creen, como Nietszche primero y Lenin después, que "la historia se escribe con sangre", si así piensan, así sienten y así actúan, es porque generaciones de Tartufos han creado el clima de libertad que les permite dar rienda suelta tanto a sus genialidades como a sus legítimas inquietudes innovadoras.
Si alientan ellos una recién nacida y ya avasalladora vocación de ser justos y llevamos nosotros atávicamente enraizada la pasión de ser libres, ¿no es acaso dialéctico buscar, a través de una síntesis creadora, la sociedad justa de los hombres libres?
No aceptemos el oscuro presagio de los mitos. Las generaciones no surgen para devorarse unas a otras. Irrumpen en la historia para intentar no holladas osadías. A menos que seamos desertores al toque de llamada de esta hora crucial, no hay mejor solución que unirnos. Abrir el nuevo camino en simbiosis fecunda.
Invoquemos juntos el nombre de Cristo, para que jamás sobre la Tierra corra la misma sangre en defensa de la sagrada libertad del hombre.
Porque la bóveda que vemos en lo alto, no está vacía.
Tenía que ser el sordo genial de las pinturas negras, Goya, y amamantado en las pletóricas aunque desgarradas ubres ibéricas, el único capaz de revelarnos, al representar a Cronos en actitud de caníbal, la secuencia trágica de las generaciones destinadas a engullirse unas a otras indefinidamente.
Hay inequívocas connotaciones entre el tremendo contenido de esos mitos y la entraña misma de nuestro tiempo. Nunca como ahora han rechazado tan categóricamente los jóvenes ver reflejada su propia imagen en el espejo empañado de sus antecesores. Nos juzgan una generación de Tartufos. En religión, en política, en nuestra manera habitual (demasiado habitual) de actuar y de vivir. Y tienen razón. Pero no toda la razón.
Si los jóvenes, limpios por dentro, persiguen obstinadamente la autenticidad y muchos la alcanzan; si se ahogan en el estrecho marco de las convenciones que impone un sistema y lo desconocen y superan; si arrojan al desván de las cosas inservibles, valores tales como el respeto a sus mayores, la urbanidad, el decoro, el buen decir, el pudor; si consideran que todo les está permitido en su camino de hacer prevalecer la justicia sobre la Tierra; si para ellos la ciencia y el materialismo dialéctico poseen, como la Esfinge, el secreto de todas las respuestas; si no se molestan en levantar los ojos a lo alto porque se encontrarían con una bóveda vacía; si creen, como Nietszche primero y Lenin después, que "la historia se escribe con sangre", si así piensan, así sienten y así actúan, es porque generaciones de Tartufos han creado el clima de libertad que les permite dar rienda suelta tanto a sus genialidades como a sus legítimas inquietudes innovadoras.
Si alientan ellos una recién nacida y ya avasalladora vocación de ser justos y llevamos nosotros atávicamente enraizada la pasión de ser libres, ¿no es acaso dialéctico buscar, a través de una síntesis creadora, la sociedad justa de los hombres libres?
No aceptemos el oscuro presagio de los mitos. Las generaciones no surgen para devorarse unas a otras. Irrumpen en la historia para intentar no holladas osadías. A menos que seamos desertores al toque de llamada de esta hora crucial, no hay mejor solución que unirnos. Abrir el nuevo camino en simbiosis fecunda.
Invoquemos juntos el nombre de Cristo, para que jamás sobre la Tierra corra la misma sangre en defensa de la sagrada libertad del hombre.
Porque la bóveda que vemos en lo alto, no está vacía.
El Comercio, 6 de mayo de 1976
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