Ellas vienen cuando los políticos se hacen dueños y señores de un país. Cuando la Partidocracia, encastillada en él, hace su propio juego.
El conflicto de Poderes rebasa entonces la simple colisión de vanidades en la cumbre. El interés supremo pasa a ser el interés de los partidos.
Cada partido sigue la línea, no de su propia verdad, sino de su propia estrategia.
Se llega, gradualmente, a las posiciones inconciliables y excluyentes. Al enfrentamiento desembozado y sistemático de las facciones. A la guerra civil fría.
Es entonces que el proceso dialéctico se disloca: los políticos ya no van de la tesis a la síntesis: se quedan, con fruición en la antítesis. Las fuerzas concurrentes ya no dan resultantes. Se anulan entre sí y, al anularse, nos paralizan. Las resultantes no cuentan: lo que atrae es la voluptuosidad del choque.
Los partidos se desnaturalizan y se convierten en meras francmasonerías de las pasiones.
Mientras tanto, el Perú, queda en un segundo plano, en la penumbra, inadvertido.
Por eso es que el hombre nuevo, el que vendrá, el que ha de unificarnos, tiene que trascender a la discordia y colocarse por encima y más allá de los partidos.
¿Qué extracción tendrá el hombre nuevo?... No interesa.
Lo que importa es que no pretenda ser ni un taumaturgo ni un Mesías, sino que sea real y eminentemente un hombre práctico, un hombre con los pies en la tierra.
Que tenga sentido de la mesura y del equilibrio, sin dejar de tener sentido de grandeza.
No llevará camisa parda ni negra ni roja, sino su propia camisa blanca.
Mantendrá vivo el diálogo con Rosendo Maqui y le hablará la verdad, de hombre a hombre.
Desalentará el bachillerismo, ese subproducto de las Universidades que proliferan como hongos en un país donde los escolares no tienen donde sentarse.
Establecerá la educación técnica gratuita en todos los niveles y creará la mística del trabajo, del ahorro y de la técnica, únicas palancas que levantan a los pueblos.
Arrojará a los burócratas de sus canonjías y no distinguirá si la dádiva fue otorgada por un bando o por el otro.
Perseguirá con celo de inquisidor a los oficiantes del nuevo culto, el Estatismo, y no permitirá que ese voraz anti-Midas siga convirtiendo en polvo todo el oro que toca.
Se rodeará de hombres que como él hayan luchado y hayan vencido, de la talla de aquéllos que en el último decenio, han dejado en nuestra historia la estela luminosa de una nueva epopeya del mar, la epopeya de los civiles, y que, a pesar de las piedras que les arrojaron desde la izquierda y desde el periodismo que le es afín, han puesto al Perú, contra viento y marea, en el primer lugar del mundo. Sentirá, como los antiguos griegos, horror al vacío, y más aún, al salto en el vacío y sólo confiará en el trabajo y en el tiempo, que son los únicos hacedores de milagros.
No se le ocultará que los grandes capitales, ya sean yanquis, del Viejo Mundo o del Sol Naciente, son como las mujeres de la vida alegre, que van donde más les pagan y allí donde tienen garantías, pero sabrá, al mismo tiempo, que esos capitales los necesitamos porque no podemos extraer ni el cobre ni el petróleo con las manos; no le importará que los tinterillos de la izquierda les hayan colgado al cuello, a él y a los suyos, como a los leprosos, una cadena con una campanilla para que nadie se les acerque. Tendrá algo de Pachacútec y de Carrión, porque no podrá lograr jamás la unificación quien no tenga la más auténtica capacidad de sacrificio. Él reivindicará a los hombres que trabajan, que producen y que luchan...
Correo, Febrero de 1968
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