Y es verdad. Pero también es verdad lo que hay en el reverso. Las ideas minan las fibras de los hombres, intoxican a las juventudes, destruyen y hasta matan.
Cuando caen en el regazo de un Pueblo, y allí prenden y germinan, nada puede ser tan demoledor, nada tan subrepticiamente corrosivo.
Circulan como monedas febles. Actúan sigilosa y arteramente como venenos sutiles.
Cuanto más alta es la jerarquía de quien las predica, mayor es la carga explosiva que contienen.
Quien tiene la responsabilidad del co-gobierno, quien representa a una rancia ciudad del Sur, aún más alta por su historia que por su geografía, donde suelen encontrar su nido las revoluciones, no puede llevar las vestiduras excelsas del cristianismo y de la democracia para dictar cátedra, desde el recinto del Senado, de materialismo histórico puro, sin ambages ni eufemismos.
No se puede, impunemente, trastocar los valores al rojo vivo.
Para los iconoclastas, el heroísmo, la religión, el arte, las virtudes militares, no son sino derivados del fenómenos económico, substratos que resultan al azar en el duelo ciego de las clases en pugna. Según ellos, las más altas y nobles manifestaciones del espíritu y del sentimiento no cuentan: Lo único que cuenta es el vientre.
Su nuevo manifiesto nihilista puede resumirse así: no hay que tratar de ascender a la Montaña, jadeantes, para recibir las Tablas. Que hay que precipitarse en lo abisal, como sísifos vencidos, para destrozarlas.
A un tránsfuga que desquicia y que ametralla lo exaltan como el nuevo Caballero de la Mancha.
Llegan hasta a hollar lo más sagrado del altar. Para ellos, es Grau un muñeco al que le da cuerda la oligarquía y luego, sádicamente, lo rompe en mil pedazos sobre el puente del Huáscar.
La Prensa, 24 de octubre de 1967
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