Psicosis nuclear

Si en tiempos de Eca de Queiroz nadie se atrevía a tirar de la campanilla por temor a matar en la China a un mandarín, en nuestro tiempo, no es inconcebible que uno de los dos hombres que hoy mandan en el mundo -Reagan o Brezhnev- apriete el botón nuclear y liquide al género humano. 

En casi todas las ciudades europeas, multitudes de estudiantes, obreros, amas de casa, sacerdotes, académicos, mayoritariamente jóvenes (porque les faltan tramos de vida por descubrir) llevan máscaras blancas hechas con almidón para producir el efecto que sobre el cuerpo humano tiene la tradición nuclear y agitan grandes letreros de protesta "Euroshima No". Sin embargo, Europa, que ha usufructuado el monopolio del poder hasta el siglo XIX, no tiene inconveniente en compartir ahora el monopolio del miedo. A través de las radiaciones, la angustia deviene universal. A todos nos preocupa la organización psíquica y la estabilidad emocional de los dos prohombres (prohombres sólo por razones de fuerza) que pueden decidir a voluntad la suerte del planeta. 
 
Tendrán que ser cautos. Saben que al desempeñar el papel de Atilas, en realidad encarnan el rol de Pirros. Ambos pierden. Son conscientes que no habrá "después" ni segunda oportunidad. Que es tal el poder de exterminio acumulado que una confrontación atómica equivaldría a decretar el fin de la historia. El fracaso definitivo del hombre y la mujer sobre la Tierra. 

Tal vez cabría ensayar la terapia por medio del arte. Arreglar una cita en Ginebra de Reagan y Brezhnev para que contemplen durante tres días, tres cuadros. 

El primero, de Bruegel, el lienzo más patético, más desgarrador, más alucinante desde que comenzó a balbucear la pintura en las cuevas de Altamira. Seis invidentes, entrelazados por sus báculos y por sus brazos, van bajando una pendiente. El que va adelante, que oficia temerariamente de lazarillo, cae de espaldas en una ciénaga y es evidente que los que le siguen van a precipitarse igualmente obedeciendo a la fatalidad de un destino solidario. 

El segundo es de Rembrandt. Representa nada más que un enorme trozo de carne de res colgada de un gancho. Sin embargo, mediante un "trompe-oeil" genial, uno ve nítidamente a la humanidad entera desollada. 

El tercero es "Guernica". Picasso se olvida de su período azul y de su período rosa. Se acabaron los colores. Sólo blanco, negro y gris. Imposible descubrir el vestigio de vida en el cuadro. Duele hasta en los huesos contemplar tanta gélida desolación. Uno busca desesperadamente lo que resta del regazo de una madre, de una sonrisa de un niño, de la mirada encendida de una mujer. Nada, absolutamente nada queda que recuerde a lo humano. Tampoco hay el consuelo de algo que se asemeje a un árbol, a una rosa, a un clavel. Ni siquiera es posible pensar que allí puede crecer una brizna de hierba... 

Si se fracasara la terapia por medio del arte, nos queda el recurso de apostar con Pascal: si no hay otra vida, nada perdemos; si la hay, ganamos la eternidad. Al fin y al cabo, si lo logró con Lázaro, ¿por qué no con todos?... 

El Observador, 6 de diciembre de 1981

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