Al hombre le quedan apenas las uñas como inútil vestigio de las que fueran sus garras. Conserva en cambio intacto, tras milenios, el impulso germinal de la caverna, la fruición del zarpazo.
La agresión roja a la tierra de Mazaryk, nos indigna y nos revuelve. Sin embargo, se enmarca dentro del curso natural de la historia. Los pueblos rectores, los que se autojuzgan mesiánicos, son siempre pueblos de presa. La misma loba los amamanta. Con los tiempos cambian las armas, pero los usuarios no. El hombre nuevo es un nuevo centauro: mitad hombre, mitad tanque.
La confrontación entre Oriente y Occidente, en nuestra hora, desemboca en la perplejidad. En Oriente, se lleva a cabo la purga de Dios; en Occidente, se produce un eclipse de Dios. En Oriente, los hombres dan vueltas en torno a una noria diabólica que pulveriza la libertad; en Occidente, el sol de la justicia no sale para todos. El género humano queda así olvidado en dos subespecies de Polifemos, monstruos de un solo ojo. El avance insospechado de la ciencia los hace sentirse semidioses. Pero semidioses tuertos.
Se nos abren sólo tres caminos:
1) Coexistir en la angustia, nadie sabe hasta cuándo;
2) Inmolarnos de una vez por todas en el holocausto nuclear;
3) Rehacer el mundo.
Hay una energía aún no desencadenada que nos puede guiar por el último sendero. Los sucesores de Pedro en el pasado, se hallaban tan distantes de las multitudes como las estrellas lejanas, cuya luz no nos llega todavía. Los tres últimos Papas se identifican con la humanidad doliente. El actual, Pablo VI, va a la India. Viene a América Latina. Es el Papa de la paz y el defensor de la vida.
Le falta algo, sin embargo, para sacudir las fibras más hondas del ser humano. Dejar su palacio y dejar de ser rey. Ser, como Cristo, hombre entre los hombres. Poner en pública subasta los tesoros del Vaticano. El producto, miles de millones, convertirlo en escuelas y dejar caer, como un nuevo maná inesperado, la instrucción y la cultura sobre el Tercer Mundo.
Se desencadenaría así toda la inmensa energía espiritual latente en el cristianismo primigenio. Y en lugar de surgir un hongo monstruoso sobre el lomo del mundo, los hombres contemplarían un eterno arco iris.
Pablo VI congregaría en el lago de Tiberíades a las dos facciones de Polifemos y allí, vestido con la túnica del Nazareno o con el sayal de nuestro hermano de Asís, lograría por fin la plena integración del hombre, en su cabalidad profunda y en su dimensión infinita.
Allí les daría "pan a los que tienen hambre y hambre a los que tienen pan".
La agresión roja a la tierra de Mazaryk, nos indigna y nos revuelve. Sin embargo, se enmarca dentro del curso natural de la historia. Los pueblos rectores, los que se autojuzgan mesiánicos, son siempre pueblos de presa. La misma loba los amamanta. Con los tiempos cambian las armas, pero los usuarios no. El hombre nuevo es un nuevo centauro: mitad hombre, mitad tanque.
La confrontación entre Oriente y Occidente, en nuestra hora, desemboca en la perplejidad. En Oriente, se lleva a cabo la purga de Dios; en Occidente, se produce un eclipse de Dios. En Oriente, los hombres dan vueltas en torno a una noria diabólica que pulveriza la libertad; en Occidente, el sol de la justicia no sale para todos. El género humano queda así olvidado en dos subespecies de Polifemos, monstruos de un solo ojo. El avance insospechado de la ciencia los hace sentirse semidioses. Pero semidioses tuertos.
Se nos abren sólo tres caminos:
1) Coexistir en la angustia, nadie sabe hasta cuándo;
2) Inmolarnos de una vez por todas en el holocausto nuclear;
3) Rehacer el mundo.
Hay una energía aún no desencadenada que nos puede guiar por el último sendero. Los sucesores de Pedro en el pasado, se hallaban tan distantes de las multitudes como las estrellas lejanas, cuya luz no nos llega todavía. Los tres últimos Papas se identifican con la humanidad doliente. El actual, Pablo VI, va a la India. Viene a América Latina. Es el Papa de la paz y el defensor de la vida.
Le falta algo, sin embargo, para sacudir las fibras más hondas del ser humano. Dejar su palacio y dejar de ser rey. Ser, como Cristo, hombre entre los hombres. Poner en pública subasta los tesoros del Vaticano. El producto, miles de millones, convertirlo en escuelas y dejar caer, como un nuevo maná inesperado, la instrucción y la cultura sobre el Tercer Mundo.
Se desencadenaría así toda la inmensa energía espiritual latente en el cristianismo primigenio. Y en lugar de surgir un hongo monstruoso sobre el lomo del mundo, los hombres contemplarían un eterno arco iris.
Pablo VI congregaría en el lago de Tiberíades a las dos facciones de Polifemos y allí, vestido con la túnica del Nazareno o con el sayal de nuestro hermano de Asís, lograría por fin la plena integración del hombre, en su cabalidad profunda y en su dimensión infinita.
Allí les daría "pan a los que tienen hambre y hambre a los que tienen pan".
Correo, 10 de setiembre de 1968
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